domingo, 10 de junio de 2007

Mientras miraba la libreta enflaquecida, Ángela Caín especuló que cuando se acabasen las hojas se acabaría también el hechizo que aquel hombre ejercía sobre ella. Mi escritura lo va a exorcizar para siempre, se dijo. Mis palabras ahuyentarán al fantasma de sus uñas y sus dientes. La tinta de mi bolígrafo trazará sobre estas páginas la partitura de su desaparición. Solamente en el momento en que acabe de inscribir la última hoja y la tire a la basura seré libre para poder inventarme de nuevo, cumplir el ciclo de mi metamorfosis, escribió y continuó escribiendo:

Tal vez no soy la primera que se sienta a escribir estas líneas. Pero yo lo hago en el borde de una cicatriz que se niega a cerrar. Al borde de un precipicio en cuyo fondo yace el origen de todas mis preguntas, la pregunta fundamental de mi linaje, que es oscuro pero brilla como una gota de sangre que escurriese indecisa de la comisura de una boca. Mi linaje ha escrito su historia fragmentada con sangre menstrual, con sangre de hijos que no alcanzaron a nacer, con sangre de mujeres suicidas, de abuelas antiguas que acabaron con sus propias vidas en la rutina de la infelicidad. ¿Me van a negar mi derecho de decir eso? No lo creo. Es un derecho que no le pido a nadie, que no negocio, como no negocio con nadie mis ansiedades, mis deseos mi poca culpa.

Escribo porque para mi la escritura es como el sexo. Es un asunto del cuerpo y de la sangre. No creo en la literatura y por eso no escribo para nadie. Escribo para mi, de la misma manera que cojo exclusivamente para satisfacer mis deseos y de nadie mas. Escribo una historia de sangre convertida en tinta. Nada más. Si estas páginas llegasen a ser rescatadas de su destino de basura, entonces quiero esto: que sean leídas como uno se bebe un vaso de sangre.

La sangre, la carne y el deseo han llegado hasta mi como una herencia directa – a veces indeseada - de la historia. En cada cópula, la historia de los miedos y ansiedades de mi tribu. En cada beso, la suma involuntaria de los besos de mis antepasados. En cada posesión, el registro ineludible de la culpa y la vergüenza de mi cultura.

No te besaron mis labios, te beso el aprendizaje de mi deseo de verme libre de mi piel; libre de mi pasaporte y de esas casillas que dicen mujer blanca, soltera, veintitantos años, cabello castaño oscuro, ojos violeta, ninguna seña particular.

En la caricia de otras manos sobre mi cuerpo el recuento de caricias imposibles, prohibidas, proscritas. ¿Desde cuando no soy libre? ¿Desde cuando tengo que justificar o redimir cada acto que surge de la voluntad de mi piel politizada?

Sangre doble. Sangre con obligaciones y deberes impuestos. Sangre con color de piel, información genética precisa e ineludible. Y la otra sangre. La verdadera, la que me pertenece porque he insistido en su diseño. Con ella he decidido sumarme a este linaje de escribas que no tuvieron tinta para anotar cada uno de sus pensamientos prohibidos.

Mis abuelas escribieron con sangre porque el uso de la tinta les fue negado.

Duplicidad de la sangre que me recorre las venas. Una, la sangre de mi madre y de su madre y de su madre fluyendo lentamente hacia un pasado menstrual que es un origen, sumada a la sangre de mi padre, mitad semen, mitad impulso irracional. Sangre vertical, retroactiva, en busca de su raíz en el árbol genealógico sin lógica, apenas en el instinto.

La otra, la que he elegido para que me habite. Tinta de mi texto interior, de mi textura ósea y muscular, de mi textil tejido en carne, hueso, sinovia y cartílago por músculos y arterias. Tinta de mi cartografía interna, de mi orografía sensual, de mi sexualidad profunda, llena de signos y símbolos que yo he inventado para reescribir mi historia y configurar un código que tenga sentido. Idioma de sombras sobre el papel estéril de los días y el libro de la noche que me pertenece como solamente este cuerpo me pertenece.

Mi cuerpo es mío porque mi lenguaje lo reclama.


Terciopelo Violento, Juvenal Acosta.

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