lunes, 26 de febrero de 2007

Terciopelo Violento

No hay pasión más profunda que la del converso. Su después es el verdadero principio. Su antes, una ceguera, una caverna de la que ha salido para dirigirse con paso firme hacia el nuevo sol. Pero el suyo es un sol negro. Un astro que esparce la oscuridad, estrella negra que revela lo que la luz del día esconde. Estrella subterránea que propicia la muerte, excita los instintos oscuros del cuerpo hasta que su veneno tumultuoso es ahogo de la sangre en su propia sangre negra.

Después de haber bebido la poción maligna no hay brebaje que satisfaga esa sed recién descubierta. Porque el cuerpo es esclavo de sus apetitos, este conocimiento nuevo toma posesión total de cuerpo y alma. El cuerpo se despierta como de un sueño profundo a una verdad dolorosa, la de su hambre infinita y su sed sin límites.

Solamente aquel que ha entendido esa lección, aquel que ha aprendido a apreciar el sabor complejo de esa sangre negra puede entender al vampiro y su terrible nostagia, su melancolía atroz, su deseo incontrolable de romper el tallo fresco de una arteria para beber el líquido escarlata de la vida. La sed del vampiro no es el producto caprichoso de un deseo, es una orden del cuerpo que si no es escuchada produce el cese de todos los impulsos: la muerte del espíritu, esa otra muerte. El vampiro es el converso mayor. Es quien descubrió ese otro sabor, esa otra esencia, ese otro perfume de la carne. Es quien ya no puede vivir sin el alimento que hace posible que su sueño no sea interrumpido por sus sueños. De todas las criaturas de la tierra, el vampiro es el único que ha vencido a la muerte poque se ha convertido en la expresión más extrema de la contradicción entre deseo y nostalgia.

Acosta, Juvenal. Terciopelo Violento. Joaquín Mortiz.

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